Tras investigar durante 50 años el comportamiento del teatro regional a través de las escuelas de formación de actores y de las compañías más relevantes de Valparaíso y Viña de Mar, se vuelve evidente la presencia de ciertas constantes que atraviesan el medio siglo y que, de alguna manera, justifican y anticipan el estado del actual teatro local.

El que la Región de Valparaíso haya comenzado su proceso de profesionalización teatral en la década del ´50, diez años más tarde que en Santiago, es justificable dentro de su condición de provincia, a la que llegaban un poco después los impactos culturales nacionales e internacionales, entendiendo siempre la capital como el lugar cultural hegemónico de un país.

La creación de ATEVA, en 1952, pretendía revertir la impronta de teatro aficionado a través del trabajo consciente de un grupo de estudiantes universitarios, preocupados del teatro como un producto artístico donde la indagación y el ensayo constituían elementos fundantes en la creación del objeto estético Puesta en Escena. Lamentablemente, el cambio de contexto político desde los Gobiernos Radicales (1938-1952) a la rearticulación de la Derecha (1952-1964), significó la implementación de otro modelo de prioridades en el desarrollo país, relegando el arte a un punto marginal o suntuario de lo que se podía entender como progreso.

En la etapa que va desde 1952 a 1964 se aprecia cómo las iniciativas para el perfeccionamiento teatral local fueron siempre personales o grupales, nunca el reflejo de un modelo cultural definido por el Estado Central que pudiese solventar, promover y facilitar su crecimiento. A diferencia de los Teatros Universitarios de Santiago que encontraron tanto en sus casas de estudio como en el Estado un terreno propicio para su desarrollo, el teatro porteño hubo de esperar al periodo gubernamental siguiente, cuando en el gobierno de Frei Montalva (1964-1970) se volvió a poner en el tapete el rol del Estado dentro del diseño país y el derecho a acceder a la educación y al placer artístico más allá de la clase social de nacimiento.

La Universidad de Chile, emblema de la cultura laica nacional, incorporó en 1969 en la Sede Valparaíso, en el marco de la Reforma Universitaria, una iniciativa de formación profesional que tenía ya cerca de 17 años de espera, transformando en carrera universitaria la Escuela de Teatro implementada originalmente por ATEVA y los Cursos Libres de Teatro del Instituto Pedagógico, quienes habían unido esfuerzos ya desde 1966.

A pesar de lo anhelada que había sido la creación de dicha carrera en la Universidad de Chile de Valparaíso, como camino para lograr la profesionalización teatral local, el Golpe de Estado de septiembre de 1973 cercenó de raíz el proyecto, pues la escuela que tanto tiempo y esfuerzo había costado fundar, no alcanzó a funcionar normalmente ni siquiera cuatro años. La Carrera de Teatro, cuya existencia finalmente se redujo al periodo 1969-1976, produjo sólo una generación de graduados, dejándolos sin grado académico, malamente titulados, huérfanos de contexto cultural y sin perfeccionamiento posterior, como ejemplares únicos de una iniciativa estatal que no volvió a repetirse hasta el siglo siguiente, en el año 2003, cuando abrió la Carrera de Teatro de la Universidad de Playa Ancha.

Como ya se ha demostrado en múltiples estudios, el periodo de la Dictadura Militar, debido al cambio del rol del Estado en la educación del país, significó una contracción de las Universidades como promotores de arte y cultura, al ser disciplinas que reflejan la esencia del hombre, incitan a la reflexión y comunican las ideas de un colectivo. No hubo, por tanto, teatro universitario porteño en esos años. La única iniciativa de formación sistemática la encarnó, entre 1981 y 1986, la Secretaría de Relaciones Culturales de la Quinta Región, a través de una Academia de Arte Dramático que pretendía formar actores-técnicos en sólo dos años, pauperizando con ello la visión de artista que había sido promovida anteriormente por la Universidad.

Sin duda el Régimen Militar produjo secuelas lamentables en el teatro nacional. En la región de Valparaíso, los modos de teatro producidos siguieron dos caminos principales: Por una parte, un teatro de subsistencia, cuyo objetivo era que los actores pudieran obtener ingresos económicos y un trabajo para vivir, lo que se tradujo en el enorme aumento de obras de teatro infantil que no producían problemas con la censura y que convocaban a las salas un amplio público familiar. Por otra, un acrecentamiento en la producción de teatro como herramienta de resistencia política, que redujo la esencia de la disciplina artística, asociada a las búsquedas formales y de relación forma- contenido, a un arte de difusión y compromiso social, por sobre su validez como creación estética.

Si bien esta tendencia se produjo de igual modo en el resto del país, y sobretodo en Santiago, el hecho de que no hayan existido escuelas profesionales de teatro ni elencos estatales estables luego de 1978, dejó aislados a los pocos teatristas universitarios formados en la región, quienes al ser los primeros y los únicos, quedaron totalmente desvinculados. La mayoría de los maestros que los habían educado debieron exiliarse. Otros, habían mudado su trabajo a la capital al terminarse la fuente laboral local, lo que incentivó también el éxodo de muchos de los actores recién titulados. Quienes se quedaron debieron afrontar la marginalidad como condición de su producción y, a la vez, los distintos niveles de artísticos de sus colegas: sólo unos pocos habían alcanzado a estudiar académicamente la disciplina, ya no quedaba dónde cursar teatro como carrera universitaria, salvo en Santiago. Los actores de Valparaíso se incorporaron al teatro a través del oficio, a través de talleres de corta duración, a merced de la suerte o gracias a sus dotes personales. El resultado de ello fue necesariamente un proceso de disminución, con excepciones, en la calidad de los productos teatrales de la época. La sensación de abandono del movimiento teatral de la región durante la dictadura es evidente. En los diarios del periodo se pueden constatar dos discursos: el de la oficialidad, que intenta negar la crisis y habla de recuperación, y la voz de los teatristas que reclaman por la ausencia de instancias formativas de calidad, por la falta de salas donde exhibir sus productos, por la falta de estabilidad laboral que vuelve más importante subsistir que indagar y por el aislamiento en que se los mantiene, al no tener contacto alguno con las nuevas producciones y búsquedas artístico-teatrales del país y del mundo.

Por otra parte la dictadura, a través de su persecución política, produjo procesos de censura y autocensura y, también, la división de los artistas según su posición ideológica, destruyendo para siempre el vínculo entre creadores de distinta tendencia, fragmentando aún más el ya carenciado teatro local.

Es necesario reconocer que el Régimen Militar tuvo éxito en desmantelar el modelo de protección social y desarrollo cultural de país que se había iniciado en 1938. Tras 17 años de gobierno de facto, el movimiento teatral de Valparaíso había involucionado prácticamente a un estado similar al que había en los años ´50, cuando ATEVA inició los primeros pasos, intentando generar un teatro de calidad, conformar un público entendido, difundir el teatro en los distintos actores sociales y abrir una escuela profesional de teatro.

En 1990, cuando se produjo la recuperación democrática, se tenían enormes expectativas sobre el rol que el Estado jugaría respecto a la cultura del país y, particularmente, de la región. Una suerte de añoranza por recobrar lo perdido y por refundar un movimiento teatral sólido, profesional y asistido a través de iniciativas gubernamentales.

Ya desde el primer año de la Transición Democrática, aparecieron iniciativas en esa dirección: Se abrió el Instituto Bertolt Brecht, la primera escuela profesional de formación de actores tras el Régimen, con gente que había sido fundadora de la escuela de Teatro de la Universidad de Chile. Aspiraban, en democracia, al reconocimiento de la institución por parte del Ministerio de Educación para lograr financiamiento a través de fondos públicos. Al no obtener la aprobación del Ministerio, la iniciativa quebró en 1993, dejando nuevamente a una sola generación de graduados, huérfanos de contexto, en una especie de repetición beckettiana de lo que había ocurrido en 1976.

Por otra parte, las promesas realizadas sobre la creación de un elenco teatral estable, financiado por el Ministerio de Educación y la Intendencia Regional tampoco se concretaron, diluyéndose nuevamente las expectativas de consolidar una producción artística fuera de las leyes de mercado y asociada exclusivamente a la necesidad del desarrollo cultural de una comunidad.

A poco de recuperada la democracia, se evidenció la trascendencia de modelo neoliberal del gobierno militar en todos los ámbitos del devenir nacional, entre los cuales se contaba el arte. Si bien el poder de facto había desaparecido, el sistema perduró, volviendo aún más frustrante la situación para los teatristas de la región, quienes constataban cómo sucedían las mismas cosas en democracia, pero sin el descrédito de haber sido implantadas por un régimen dictatorial. Ahora era un gobierno democrático el que no invertía de manera sustentable en cultura, pues al no ser rentable, no respondía a las exigencias económicas del modelo. Si bien desde 1992 habían comenzado a implementarse fondos concursables de producción artística (FONDART) primero asociados al Ministerio de Educación y luego al Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, el mismo carácter de concursable y su régimen anual, evidenciaba (y evidencia todavía) la falta de políticas de largo plazo que asegurasen la pervivencia de iniciativas a través de los años, que pudieran impactar de manera significativa en la población. De este modo, las compañías comenzaron a postular a recursos para realizar sus obras, pero sin la existencia de salas de teatro habilitadas convenientemente, sin la construcción de redes de circulación artística ni siquiera a nivel nacional y sin la seguridad de fondos para su próximo proyecto, que pudiese asegurar una prospección del trabajo.

Llama la atención, también, que durante la década que va de 1990 a 2000 no se abrió la carrera teatral en ninguna de las cuatro universidades tradicionales de la Región (Universidad de Playa Ancha, Universidad Federico Santa María, Universidad de Valparaíso, Universidad Católica de Valparaíso), sino que todas las iniciativas dependieron de esfuerzos privados, generalmente personales, como fue el caso del Instituto Brecht y de la Escuela Teatro La Matriz, hasta que finalmente el DUOC de Viña del Mar inicia una carrera privada en 1998, profesional, pero sin carácter universitario.

Se constata con ello el impacto producido en las casas de educación superior por el cambio de la Ley de Educación en 1982, pues ya ninguna Universidad se atrevía a abrir una carrera que no asegurase su autofinanciamiento a través del cobro de aranceles a sus alumnos, disminuyéndose con ello el acceso a profesiones que necesitan de una atención personalizada y que no son de alta demanda, como es el caso de las disciplinas del ámbito creativo. Este hecho sin duda es lamentable, pues son justamente estas carreras las que generan arte, entendido como un elemento sutil, reflejo y cuestionamiento de la sociedad en la que se inscriben.

Finalmente, es necesario señalar que si bien en la década siguiente 2000-2010, que ha sido llamada por algunos de Democracia Plena (y que no es parte de la presente investigación), se observa una evolución en el movimiento teatral de la región de Valparaíso debido, justamente, a la apertura de carreras teatrales en distintas universidades privadas y estatales (gracias a un aumento de la demanda en el mercado de la educación), cuando damos una mirada panorámica a los 50 años de teatro local transcurridos entre 1950 y 2000, se evidencia la carencia de una política de Estado que atraviese el periodo y se mantenga estable en el tiempo, comprendiendo la formación de ciudadanos no sólo a través de criterios de producción económica o medidas que cambian de un régimen presidencial a otro, sino asociada a la formación del gusto y la producción de belleza. Es sorprendente comprobar cómo no ha existido en la región ninguna política de largo plazo para el incentivo y desarrollo específico del arte teatral, que haya sido propugnada por el Estado en representación del bien y el progreso de la comunidad y que haya mantenido la experiencia siquiera por 10 años consecutivos.

Concluimos, entonces, que es justamente esta discontinuidad de iniciativas y políticas públicas una de las principales causas para que en Valparaíso no exista una evolución sostenida del arte dramático, asistiendo a un continuo proceso de reinvención cuyas etapas principales se repiten invariablemente de una época a otra, en una suerte de carrusel en el que volvemos siempre a recomenzar y que se resume en cuatro puntos ya clásicos: la necesidad de profesionalizar el trabajo de los teatristas a través de escuelas de formación; la necesidad de conformar un público que conozca, consuma y disfrute del arte teatral; la necesidad de expandir el teatro a todas las capas sociales; y el intento de difundir el teatro clásico y contemporáneo. Todos ellos justificados desde la perspectiva que entiende el arte como un derecho inalienable del ser humano, en el cual una sociedad se piensa y recrea a sí misma en tanto nación y ciudadanía.

Esperamos, modestamente, que el presente trabajo sirva de algo y que, mirando nuestra propia historia, seamos capaces de avanzar sin cometer invariablemente los mismos errores.