Si partimos de la base que existe una directa relación entre lo que se crea y el contexto en el que se crea, no podemos sorprendernos de que el teatro chileno de la década del `60 haya estado fuertemente influido por los cambios políticos del continente. Durante estos años se vivieron los efectos del triunfo de la revolución cubana, el movimiento hippie, Mayo del ‘68, el pensamiento social de la Iglesia Católica manifestado en Medellín y la Reforma Universitaria, que buscaba vincular estas instituciones educativas con el proceso de reforma social que venía produciéndose en el país. Como resultado de ello el arte teatral experimentó significativos cambios formales y temáticos.
Por una parte, los Teatros Universitarios, que en la época anterior se habían convertido en el bastión del “buen teatro” (con un repertorio fundamentalmente europeo-estadounidense y una metodología stanislavskiana), entraron en crisis al no poder dar respuesta a la problemática de demandas sociales y comenzaron a cuestionarse si estaban cumpliendo el objetivo de llegar a las grandes masas y representar los intereses de la mayoría del país. Intentaron, entonces, flexibilizar los métodos de trabajo y ampliar el repertorio a obras chilenas y latinoamericanas. Lamentablemente, los resultados de esta nueva política no fueron los esperados, pues fluctuaban entre Puestas en Escena de alta calidad estética y montajes mediocres, perdiendo de algún modo, la hegemonía de la década anterior.
Por otra parte, como un micro reflejo de los cambios en la dinámica social, el rol del director teatral como autoridad indiscutida se empezó a poner en duda, surgiendo grupos teatrales de creación colectiva, en los que el actor tenía un papel determinante. Estas compañías independientes, también conocidas como “teatro de bolsillo”, buscaban crear sus propias historias (desplazando al dramaturgo) y dirigir el espectáculo entre todos los miembros del grupo, de una manera supuestamente más democrática. Cabe destacar entre ellas al Ictus, que nació con gente formada en el teatro universitario, pero que posteriormente se separó de éste buscando espacios de mayor independencia y experimentación.
Las temáticas de las obras de esta década pueden dividirse, según Juan Andrés Piña 1, en tres: “crítica a la sociedad”, “búsqueda existencial” y “dramaturgia social”.
La primera temática corresponde a obras que pretendían hacer una crítica ética e ideológica a la burguesía, la familia tradicional o una institución. Por lo general los conflictos estaban planteados en términos antagónicos, tales como honestidad-corrupción, artificio-autenticidad, etc.
El estilo de representación solía ser el realismo sicológico, con una concepción de teatro de cuarta pared.
Resaltaron entre los dramaturgos de esta línea: Egon wolff con Los invasores; Fernando Josseau con El prestamista y Alejandro Sieveking con Tres tristes tigres.
La segunda tendencia trataba del lugar del ser en el mundo. De la soledad, la angustia y la incomprensión. Se manifestó formalmente de dos maneras diferentes:
La tercera perspectiva se refería a las demandas sociales, los problemas de clase, la injusticia social y el mundo de los postergados. Los personajes correspondían a la clase más desfavorecida de la sociedad, y las obras planteaban las dificultades cotidianas que debían enfrentar al vivir en semejantes condiciones de miseria y marginalidad. En este caso los estilos de representación fueron también dos:
Tras una visión panorámica, podemos observar que la producción teatral realizada entre 1960 y 1970, fué sufriendo una radicalización temática y formal progresiva, acorde con la radicalización política, económica y cultural que se vivía en el Chile de entonces.
1Juan Andrés Piña, op. cit, pp. 79 – 86.