El periodo de retorno a la democracia fue, artísticamente, un periodo contradictorio. Por una parte, una significativa cantidad de artistas habían orientado su creación en oposición al régimen militar, privilegiando el contenido político a la búsqueda estético formal. Debido a ello, el fin de la dictadura los dejó, por un tiempo, sin motor ideológico que impulsase su trabajo y sin suficiente experiencia en la producción estética de la obra de arte. Por otra parte, expectativas cifradas en la recuperación de la democracia y el supuesto retorno a la justicia social, se vieron disminuidas por el hecho que el sistema seguía siendo neoliberal, si bien ahora tenía un mayor acento social. Había desaparecido formalmente la dictadura y con ella el discurso político opositor, pero la democracia obtenida no alcanzaba para satisfacer los anhelos de cambio social y equidad.

Estas expectativas no cumplidas produjeron desengaño en un buen número de artistas íconos de la década de los ´80. Algunos entraron en una etapa de silencio temporal, como fue el caso de Juan Radrigán o en una escritura del desencanto, como fue el caso de Marco Antonio de la Parra. A la par de este proceso, la vida cultural se diversificó gracias al retorno de creadores que habían tenido prohibida la entrada durante el gobierno anterior, como fue el caso de renombrados grupos musicales tanto chilenos como internacionales.

Las manifestaciones teatrales aumentaron notoriamente y su forma era tan variada como montajes estrenados. Continuaba la tendencia generada por los jóvenes formados en Europa, que con su labor revivificaron el movimiento y sentaron las bases del teatro de los ‘90.

A Andrés Pérez y Ramón Griffero se sumó Alfredo Castro, quien tras su regreso en 1989, fundó el Grupo La Memoria, contribuyendo a la refundación de los modos estéticos de la década democrática que comenzaba. Todos ellos respondían a la figura de autor-director, característica de la producción teatral de los ‘90 en el mundo entero. Al volver de su estancia en el extranjero y gracias a su novedad y calidad formal, fueron las figuras que se impusieron marcando la pauta de la actividad creativo-teatral del periodo.

La dramaturgia se alejó del estilo característico de las décadas del ‘70 y ‘80 dando lugar a nuevos modos de escritura. Comenzaron a aparecer como temática de las obras, conflictos que antes habían sido desplazados por la contingencia. La soledad del individuo en las grandes ciudades, la relación hombre mujer, la fractura de la familia, etc. Sin embargo, luego de una primera etapa, era evidente que el teatro político no había desaparecido. Lo que había cambiado era el modo de abordaje, alejándose de discursos morales y planteando al público más una problemática que lo implicaba como ciudadano, que soluciones éticas ya zanjadas en el espectáculo.

Gravitante fue la iniciativa cultural impulsada desde el gobierno en 1992 con la creación del Fondo Nacional de Desarrollo Cultural y las Artes (FONDART), que se convirtió en una posibilidad tangible de creación financiada, habilitando tanto la investigación artística, como la supervivencia económica por un corto periodo de tiempo.

En el mismo sentido, fue durante el gobierno de Frei que se masificaron los espacios para diversas manifestaciones culturales y, en cuanto al teatro, se abrieron nuevas escuelas universitarias en el ámbito privado. Todo este auge aumentó considerablemente el número de festivales y la cartelera teatral. El gobierno, tratando de contribuir al renacer cultural, creó la Primera Muestra de Dramaturgia Nacional, la cual tuvo y tiene por objetivo incentivar la actividad.

Muchos fueron los creadores que se sumaron a la indagación formal que nacía, la que de alguna manera se había pospuesto durante la etapa dictatorial. Toda la transición democrática estuvo marcada por la aparición de iniciativas públicas, algunas de las cuales desaparecieron a poco andar y, otras, se validaron y se fueron perfeccionando en el tiempo.