Sin duda resulta llamativo el resurgimiento teatral observable en el país luego de 1976. A pesar de mantenerse el régimen militar, pasada la primera etapa de temor, se produjo una rearticulación del movimiento que se manifestó, entre otras cosas, en la creación de talleres y escuelas de teatro alternativas, que impartían un tipo de enseñanza que no tenía cabida en las universidades, debido a la fuerte represión bajo la que éstas funcionaban.
En otro sector del teatro, dentro de la producción de las compañías independientes de izquierda, comenzó a haber nuevamente presencia de personajes populares y, temáticamente, se abordaban sus conflictos y dificultades para sobrevivir insertos en un sistema que no los contemplaba. Estas agrupaciones corrían un riesgo en cada montaje, al estar expuestas a una posible represión que funcionaba con reglas no demasiado claras.
Se hizo uso de espacios alternativos que ofrecían cierta protección, como las iglesias. Bajo su amparo proliferaron las peñas culturales, las ollas comunes, y las organizaciones vecinales de cultura, dentro de las cuales volvió a surgir el teatro aficionado-poblacional, cuyos productores y receptores pertenecían a la misma comunidad, llevando adelante creaciones propias, en general relacionadas con los problemas para subsistir en una posición tan desfavorable. La seguridad de estos espacios era relativa, pues la dictadura no dudaba en intervenir con violencia, cuando lo consideraba necesario para su preservación.
El régimen, consciente de su vacío cultural, y como parte de su política extranjerizante, gestó (para quienes pudieran pagar su costo) un teatro de gran espectáculo con preferencia en el género musical, y en fastuosas producciones envasadas que realizaban copias exactas de montajes internacionales. En un principio tuvieron gran éxito de público, pero en 1979, a dos años de su inicio, cayó en crisis, sobreviniendo la quiebra sucesiva de estas compañías.
En las clases más desfavorecidas, la dictadura utilizó la televisión como medio difusor y promotor de su mensaje político, ideológico y cultural.
En 1980 la indiferencia de la población frente a la corrupción electoral con la que se había aprobado la nueva Constitución, condujo a un replanteamiento en los asuntos de las obras y en la forma de abordarlos. En esta etapa, tres fueron las tendencias temáticas de la creación crítica según la investigadora María de la Luz Hurtado1: “el teatro testimonial”, “el teatro de recuperación histórica” y “el teatro simbólico-grotesco”.
El género testimonial, surgió con la doble intención de manifestar su posición frente a la contingencia y la de rescatar la experiencia de los que más profundamente estaban viviendo la represión y marginación del sistema. Todas estas obras se inspiraban en personajes y acontecimientos reales, y en algunos casos se realizaba un trabajo de investigación directa, tras el cual se creaba la obra en cuestión. Era un teatro de corte realista, pero que presentaba variaciones en su interior, que iban desde el hiperrealismo a las conexiones con el sainete, el melodrama y el absurdo poético. Destacaron entre ellas: Pedro, Juan y Diego, de Ictus y David Benavente; Tres Marías y una Rosa, del Taller de Investigación Teatral (TIT) y David Benavente; El último tren, del Teatro Imagen; Los payasos de la esperanza, de Raúl Osorio y Mauricio Pesutic; y Hechos Consumados de Juan Radrigán, montado por el Teatro El Telón. Ninguno de estos montajes hacía una referencia directa al golpe de Estado o a la represión política, sino que se mostraban personajes que vivían una situación de temor indeterminado y que se sentían amenazados por un sistema que los superaba y que no comprendían.
El teatro simbólico-grotesco era el que intentaba mostrar la lógica autoritaria y los mecanismos de poder, desmitificando los valores nacionales impulsados y manipulados por los sectores dominantes. Se utilizaba la irreverencia, el humor satírico y la parodia como forma de revelar las maniobras de manejo de masas del régimen. Destacaron obras como Lo crudo, lo cocido y lo podrido, de Marco Antonio de la Parra; Gol, gol, autogol, de Francisco Muñoz; Una pena y un cariño y Hojas de Parra, de Jaime Vadell y José Manuel Salcedo (grupo La Feria).
El teatro de recuperación histórica era una propuesta que trabajaba revisando la historia de Chile como una forma de entender a través del análisis del pasado, la crisis presente y sus posibilidades de superación. Se utilizaba formalmente el realismo, el distanciamiento brechtiano y la parodia. Obras significativas de esta clase fueron: Bienaventurados los pobres, (La Feria); A la Mary se le vió el poppins, (mismo grupo); Tejado de vidrio, de David Benavente, y Lautaro, de Isidora Aguirre.
1María de la Luz Hurtado, Escenarios de dos mundos, pp. 93 – 96.